sábado, 29 de septiembre de 2012

Las cartas de verdad (Relato)

Por Juan Pablo Plata.

@jppescribe

Antes, cuando no me salía nada, usaba acomodadas para cada ocasión las cartas de Juan Rulfo a su mujer, que no hacía mucho habían sido publicadas. Eran muy efectivas las postales del escritor mexicano, por tiernas y bien escritas. Las modificaciones que le hacía a las correspondencias comenzaban por el nombre de la muchacha, después cambiaba la fecha y hacía la adición de detalles propios de la relación. Una mañana, de no sé de qué mes y año del final de mi adolescencia, me desperté con el problema de haber usado y agotado ya todas las combinaciones de las cartas en el libro. Recordaba mucho a la novia de entonces, porque su padre era arquitecto y tenía unos ojos de pez payara, pero amarillos y más saltones, y porque no tuve cómo, no hubo carta, para poder ablandarle el corazón por una falta de la que hoy ya no tengo memoria. Por entonces no sabía cómo escribir una carta honesta y dolida. Pensé que Rulfo debió haber escrito más de ochenta cartas o que debieron poner más de ellas en el libro. Intenté escribir, pero no logré nada. Me tiraba la fuerza de la costumbre de lo fácil que había sido hasta entonces pedir perdón, justificar una ausencia o desatención. Como estrategia final, fui a buscar las posibles cartas amorosas de mi familia, para ver si sobre ellas ajustaba mis necesidades y sentimientos. No encontré nada ni en los cajones de los hombres, ni en los de las mujeres. No existían las cartas o estaban confinadas al mayor secreto. En la biblioteca pública tampoco encontré nada útil y el temor me impidió pedir ayuda a alguien, pues podían delatarme. Tampoco quería dedicar una canción. Todo eso desvariaba. La muchacha, una morena lindísima, se perdió y supe que por lo menos en mi ciudad ya no podía usar las cartas de Aire de las colinas. Ya estaban muy usadas y podía ser descubierto. Por una temporada dejé las relaciones largas y tormentosas y me dediqué a breves escarceos, a mis estudios y viajé a otra ciudad. No necesité cartas por un rato. Cuando regresé, conocí a Marcela Vernela, una recién llegada a la ciudad. Nos enamoramos y pronto tuvimos nuestra primera refriega por mi culpa. Pensé, para variar, en usar una vez más a Rulfo, pero recordé que ella cuando no hablaba de sus planes futuros, casi siempre botaba corriente sobre música llanera o de los libros que leía y dentro de esos estaba Don Juan Rulfo. Con el recuerdo vivo del fracaso con la morena, puse en marcha una carta para Marcela. Por primera vez iba a escribir una carta de amor. Al final, morí, salí de un mosto de tristeza, escribí la carta y la envié por correo electrónico. Ella se había metido bien adentro, por donde tengo el hígado y el miedo y había roto mi pereza. La carta sentida, cierta, ridícula, no tuvo ningún efecto. Extrañé tanto a Rulfo cuando fui acusado de plagiario e insensible. Fui a buscarla, le dije que por primera vez había escrito una carta amorosa completa: era pésima pero original. Le conté lo de Rulfo y rió a carcajadas y tiempo después nos fuimos a vivir juntos. Esa era la verdad de las cartas.

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